Exposición Actual


"Cómo aprendí a robar (Un capítulo sobre mis lecciones de dibujo)"

Daniel Monroy Cuevas

Un rey sin ojos tira de un incensario en forma de avioncito de juguete mientras preside una extraña ceremonia: el pacto entre un camaleón y una mujer montada sobre un conejo, enmarcados en un altar de voluptuosas palmas de mano que parecen fluir desde los mismos cuerpos. En otra escena, “el martirio del camarista,” la cámara agrede a su operador, prensado entre el feroz aliento de la máquina y un cactus cuyas púas coquetean peligrosamente con su nalga. La inimitable línea de Sergei Eisenstein abarca una prolífica producción dibujística que hoy se aprecia en diversas colecciones privadas y archivos que alojan incontables ilustraciones del cineasta soviético. Las escenas que se exhiben dentro de la obra de Daniel Monroy Cuevas, surgen de la breve estancia de Eisenstein en México, de los dibujos que el cineasta le regaló a su amigo Gabriel Fernández Ledesma y que eventualmente se resguardaron en la Cineteca Nacional. A primera vista, la línea espontánea y anárquica de estos dibujos contrasta con la sobriedad de las producciones cinematográficas del soviético: un trazo promiscuo, desinhibido, crea figuras que flotan en un espacio líquido, cuerpos polimorfos, envueltos en situaciones complicadas y aleatorias, por no decir francamente obscenas. Pero obscenas, no en el sentido de indecencia (aunque el mismo autor admite que en varias ocasiones, sorprendido por la salacidad de sus garabatos, los despedazó casi inmediatamente en un ataque de pudor). No. Obscenas porque suceden fuera de la escena de todo lo que inaugura el mito de Eisenstein, y sobre todo, el de “Eisenstein en México”, generalmente asociado con el folclorismo genérico, el moralismo oficialista y el nacionalismo masculinista de Emilio “El Indio” Fernández. Obscenas, porque existen “detrás” de bastidores del desventurado proyecto ¡Qué Viva México!, como bocetos de un sueño arrebatado por la censura y una producción miope financiada por Upton Sinclair. En México, Eisenstein volvió a dibujar después de una pausa de siete años. Y en México, en palabras del propio cineasta, “su dibujo sufrió una catarsis interna, logrando una abstracción matemática y la pureza de la línea.” Aquella tierra de contrastes y experiencias sensoriales que palpó ávidamente “con los ojos, las manos, y las suelas de los pies” infiltró su pensamiento cinematográfico, propiciando la expresión más compleja de su teoría del montaje. Esta línea inquieta, testigo de la itinerancia de Eisenstein en nuestro país, alberga la fascinación del director por el pensamiento atávico, animista, que remite a una experiencia sensorial, pre-consciente, extática, de formas regidas por pulsiones primordiales. Rememora su obsesión con los dibujos animados de Walt Disney, los cuales admiraba por su potencia antropomórfica, irreverente—esa cualidad de “inestabilidad inestable” que resistía, ante todo, a la “osificación de la forma.” Peor que la muerte, para Eisenstein, era la in-animación. En México, esos dibujos desparecieron—presuntamente calcinados en el incendio de la Cineteca Nacional en 1982. Ahora, en la obra de Daniel Monroy Cuevas, estos dibujos reaparecen—esta vez en una suerte de imagen negativa, grabada sobre un fondo oscuro; un extraño facsímil, calcado de otro facsímil, derivado de un “original’ sumergido en un mar de misterio: una pista del universo censurado del cine; “la puesta en escena de una memoria apócrifa.” Si el trazo de Eisenstein encarnaba espontaneidad libertina, una fuga de éxtasis, el proceso detrás de su “resurrección” en la obra de Monroy Cuevas, opera bajo una lógica inversa. Consiste en recalcar meticulosamente sobre un vidrio cubierto de tizne aquella línea deliberada; diseccionar el dibujo a manera de estratigrafía y transferirlo, segmento por segmento, con película “magic tape” a una nueva superficie––como si se tratara de un cuerpo muerto, o más bien, de un cuerpo que ya ha sufrido varias muertes. Un proceso forense: el re-dramatizar el acto del dibujo como si fuera la escena del crimen; el embalsamar esa línea que nació de un gesto fortuito, en el mismo humo que cobró su existencia. Ese fondo negro suple en los dibujos la dimensión del tiempo: en tanto huella de un incendio que borró nuestra memoria fílmica, nos devuelve “impresiones de una imagen en el momento de su destrucción.” Pero también esconde una historia de creación: el momento en el que el Eisenstein descubre el poder de la línea que no deja sombra, que impide la solidez, que se vuelve motor del movimiento. En sus memorias, el cineasta describe cómo de chico se quedaba pasmado ante las caricaturas que el Ingeniero Afrosimov dibujaba con gis blanco sobre la tela oscura de la mesa de juego en la sala de su casa. En ellas descubrió la forma indomable, la expresión de una pulsión creativa que nunca se extingue, sólo se propaga y se transforma. Las piezas de Daniel Monroy Cuevas conservan esta tensión de fuerzas opuestas que para Eisenstein representaba la esencia del montaje. Re-animan aquel trazo que ahuyenta la inercia. Como la “imagen negativa” de los dibujos mexicanos perdidos de Eisenstein, instauran una nueva dialéctica, entre la prehistoria del movimiento y sus futuros olvidados: un antídoto a la osificación del cine. El fuego y el tizne bailan lejos del contorno de toda superficie.
Mara Fortes.